13 de mayo de 2011

FREGADERO NORTE

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Me han dicho que un novelista no-americano escribió que en algún lugar del universo puede haber un planeta donde todos naceríamos por segunda vez. Y que si fuesen posibles otros universos paralelos, en cada uno de ellos existirían planetas donde podríamos nacer por tercera y cuarta vez.
No creo en lo que dicen los novelistas no-americanos. Son dados al subjetivismo y además, nadie me garantiza que cualquier novelista extranjero no pueda ser un comunista disfrazado o –peor aún- reconvertido. Esos sí que son peligrosos.
Lástima que algo así no lo hubiera dicho algún novelista de aquí. No es que confíe en los novelistas americanos, pero al menos tendría la seguridad de que en sus palabras no se esconde la intención de desestabilizar al país. Esas mismas palabras en un libro americano serían de confianza. Yo podría soñar un poco e imaginarme dentro de algunos milenios en otro planeta de otra constelación, con una vida reluciente al otro lado de la barra, el lado divertido.
Mi patriotismo me está impidiendo soñar.
Me vienen este tipo de pensamientos raros cuando estoy haciendo algo mecánico poco antes de cerrar. A estas horas hay escasa compañía y el ambiente está sosegado. No se oye un ruido.
Ahora friego tazas. Con los ojos entrecerrados sumerjo las manos en el jabón espumoso del fregadero norte y limpio la loza y la cubertería. Unos pasos a mi izquierda, en el fregadero sur, Hal abrillanta el cristal murmurando viejas canciones. El ruido de los platos al chocar, el de las cucharillas cayendo al secadero, el rumor suave de los vasos de Hal sobre la bayeta, el abrir y cerrar de las neveras, mi arrastrar de pies sobre la madera vieja, el barrer de las chapas, el canturreo apático de mi compañero de brazos tatuados... todo se une para formar una música melancólica de cacharro viejo, de cajón de chatarrero que nos anuncia que el día se está acabando. Con la cabeza gacha miro de reojo a Hal, y nunca puedo evitar pensar que con este murmullo ensordecedor parecemos pilotos de un B-52 que cruza un cielo oscuro con los motores fallando.
Al otro lado la música baja huele a naftalina. En las mesas desordenadas quedan los mismos desocupados. Mujeres a las que no les importa que nadie quiera salir con ellas (casi siempre tienen el abrigo raído), ex-alcohólicos insomnes, parejas enfadadas y pesados de toda condición que alargan el último donut sobre un café frío y un suelo sucio, cansado y hostil.
En la niebla leve de la noche de media-primavera, nuestras manos despiertan entorpecidas cuando se cierra la puerta tras el último cliente. Entonces, como movidos por un mismo resorte, los ojos se nos abren desmesuradamente. Cada noche, Hal salta a echar el cerrojo mientras yo corro al almacén. Es la hora de la limpieza, semana impar: Hal friega y ordena las mesas, a mí me tocan los retretes.
La pestilencia del W. C. de caballeros me recibe con los brazos abiertos.
La limpieza de un water requiere una voz suave, unos movimientos delicados: no se puede andar con prisa al sacar las mil porquerías que deja un camionero en los desagües de los urinarios. Hay que andar con la bayeta como quien extiende un mantel bordado, hay que echar la lejía como si adornásemos una tarta de bodas: limpiar las marcas de los cigarrillos con el corazón sonriendo, como lo haríamos con el carmín de unos labios femeninos en nuestra cara recién afeitada... De no ser así, yo sucumbiría todas las semanas impares, me aplastarían el asco y el desaliento que supone que un cuerpo tenga que sumergirse en el lugar donde otros cuerpos alivian sus miserias.
Con un poco de paciencia los olores se van transformando. Es entonces cuando tomo conciencia de que soy útil a la sociedad. Y es en ese momento mágico en que el amoníaco me hace llorar, cuando suelo pararme a leer los grafittis de la puerta.
En un imperativo suplicante: “Jordan vuelve”. Está sostenido por toda una constelación de xyleno, por poemas desgarbados que se preguntan sobre la existencia de Dios, por firmas de miserables cuya última esperanza es escribir sus deseos en la puerta de un water. Es difícil saber a qué cara corresponde cada firma. Hay mil tipos de letras y colores y mensajes, pero fuera, en la barra, los desesperados me piden un café, los risueños me piden un café, y los inconscientes. Los asesinos, los homosexuales, los solteros, los yuppies, los policías, los artistas, taxistas, y traficantes, todos me piden un café. Y se sientan en la barra con su sano aspecto de persona normal. Y todos conviven pacíficamente en una puerta repintada mil veces.
Todo es posible con un rotulador. Cerca del suelo Fred, con letra explosiva, ama a Dolly; a su lado Chris ama a Dora; más abajo, tímidamente, ama Bert a Joan; cerca de la bisagra central desata Ronald su lujuria por Jo Mary; al lado, con letra cansina, como si dijese algo concertado, Fred sigue amando a Dolly: la letra miedosa de Allen ama a Lou, bajo la proclama de Johan que sólo estuvo aquí; y Fred ama a Gina en la esquina superior izquierda, a su manera, en contra de su voluntad –la de ella- y con letras a navaja; más abajo Gina se ve relegada al ostracismo; y en el centro Fred nuevamente, esta vez con una letra pequeña pero cargada de esperanza, está amando a Sarah...
De arriba abajo “I love this Game” corona la puerta en spray de plata.
¡Pobres diablos los que van buscando en otros cuerpos su propio cuerpo, su ideal! Y van de desengaño en desengaño, a merced de que algunas mujeres sentimentales puedan sentirse conmovidas por su búsqueda sin fin.
Pobres de los que nunca se proyectan sobre sus conquistas (gélidos mujeriegos épicos). Pobre del que no puede ser desengañado por nada ni por nadie. Pobre del que no busca nada, porque entre mujer y mujer sólo encuentra distinciones anecdóticas, y el amor es para él la suma en el tiempo de sus curiosidades.
Pobre –también- del que reflexiona sobre el amor tras haber limpiado un lavabo de caballeros...

Flores blancas de nenúfar.
El novelista no-americano dijo que las tazas de water se les parecen. Muy bien. Esto es digno de cualquier poeta de aquí. Nenúfares criados en un río de mierda... El water de señoras siempre me ha dado una sensación de miseria y abandono: te sientas en la taza y encuentras que todo está construido a su altura, apenas a dos palmos del suelo. Y la vibración está ahí, bajo las baldosas, cuando te sientas en esa terminación de tubería, en la boca donde depositas tu parte de suciedad. Y el grosor del cauce crece un poco con tu colaboración, y el torrente de inmundicia recorre toda la ciudad y pasa por debajo de los edificios donde lloramos y rezamos, donde comemos y pensamos, bajo las calles donde amamos, bajo los campos donde construimos nuestros sueños. Me siento pequeño ante ese aroma de derrota. En el water de señoras hago las cosas rápidamente. Luego, cuando he conseguido transformarlo en un lugar un poco más amable, cuando ya se han perdido los últimos restos de la atmósfera rancia, me gusta bajarme los pantalones y aliviarme las tripas mientras fumo un cigarrillo con la puerta entreabierta.
Y no hay nada como el contacto de la loza fría y limpia en las nalgas después de un trabajo bien hecho.
Después de una limpieza de retretes, uno piensa que es grande, que no hay nada capaz de tumbarle. No hay ninguna decepción definitiva, ninguna herida mortal. Sentado en un nenúfar con la loza fría y limpia pegada a las nalgas, sientes que el corazón te está creciendo.
A estas horas, con la certeza de que apenas queda cruzar el suelo recién fregado por Hal e intercambiarnos un gesto de cordialidad ensayado, olvido momentáneamente todo y paseo una mirada satisfecha por mi vida. Y el dolor de los tobillos casi no se siente. Salgo al aire fresco de la madrugada, con el humo de los taxis vacíos y el retraso de los primeros autobuses marcando el ritmo de mis pasos, y respiro tranquilo. Honrado y exhausto.

Como cada noche, he dedicado antes de cerrar, una última mirada de reproche a los dibujos que el reverendo Howie ha colgado este mes en la cafetería.
Un charco, un escalón, otro escalón y la cálida moqueta sucia. ¡Ah, mi añorada pradera gris de escupitajos, colillas y folletos publicitarios! La maquinita hace cling, el conductor hace mmm mientras un brillo de alegría tintinea en las lágrimas de mi modorra: voy a casa.
En la izquierda llevo el bono-bus y un paquete de Lucky Strike y algunos centavos, con la derecha me acaba de quitar la pajarita, y toco con el pulgar y el índice el respaldo de uno de los primeros asientos, como reconociéndolo, como saludándolo antes de dejarme caer en él.
Por el cuello entreabierto de la camisa ha salido, al sentarme, el olor del bacon requemado, el de los cafés fríos, las tostadas a medio comer, el perfume de diez centavos de Hal, el de los abrillantadores, el de tres sabores de mermelada, el de la crema de manos de alguna señorita atrevida, el del cerco de carmín que queda en las copas de zumo natural, el de las galletitas saladas, el after-shave que los adolescentes roban en los supermercados, el olor a tabaco de cien bocas, el aliento de los borrachos, el olor dulzón de las señoras que desearían cometer adulterio, la grasa de los abrigos de los pedigüeños... un sinfín de aromas y hedores que vienen impulsados cada noche desde los pantalones, cada vez que la derrota me hace caer de golpe en el asiento de este autobús de aire indiferente.
Y no encuentro el olor de mi sudor.
Bajo los ojos y quiero que nada me toque, que nada me mire. Quiero que todo mi horizonte se reduzca a mis manos pequeñas cargadas de objetos insignificantes, que mi oído sólo oiga el motor bronco de autobús camino de mi casa, que mi olfato tenga fuerzas para aguantar hasta llegar a la ducha que me quite este olor a trabajo, este olor que me embriaga y convierte en parte de un rebaño mísero, que a mi olfato le quede un poco de memoria para distinguir bajo el gel de baño mi olor a persona, el perfume que proclame el menos en un metro a la redonda que soy un hombre, un hombre, y que ocupo un lugar en el mundo que quedará vacío si me voy.
Yo me cuento los padrastros. Y pienso que es una de las pocas cosas verdaderamente útiles que puede hacer un hombre con sus manos. Al menos un camarero.

Yoakum es un tío enorme con unas manos enormes. Mucha gente le admira por sus dibujitos. Dicen que se sienta en una mesa con un pequeño papel y pinta un paisaje con lápices que no son más grandes que su pulgar.
Los colores son bonitos, pero yo no entiendo de arte. En realidad no me interesan los dibujos... sólo que cuando hablo con él –mientras espera en la barra al reverendo Howie- y saca sus papelitos de los bolsillos del abrigo, cuando me mira con los ojos pequeños abandonados en medio de la cara arrugada, cuando mueve los brazos inmensos como si bailase, entonces, entonces... pienso que mi vida podría ser mejor.
Yo miro con rabia por la ventanilla.
No sé si maldecir o agradecer eternamente el que un tío así se me haya acercado a la barra, haya colgado unos cuantos dibujos en las paredes del bar, haya echado cuatro ratos conmigo, y me haya dejado los ojos abiertos para siempre. Yo no sé si él es consciente. No sé si quiso comunicarme todas estas historias. Lo único que cuenta es que me quedé con la certeza de que fuera de mi piel (mi trabajo, el trayecto a mi casa, mis amigos, mi familia, mi equipo de fútbol, mi plato favorito...) hay un mundo infinito que está esperándome. No importa que otros ya lo hayan recorrido, no importa que otros se lo estén cargando, no importa nada... si consigo mirar fuera de mi piel, el mundo será mío. Y lo mismo ocurre de piel para adentro.
¿Yo? No sé lo que soy. Pero no soy sólo un puñado de tripas con mi propio ritmo cardíaco. No soy sólo una capacidad pulmonar, ni un ardor de estómago, no soy el simple resultado de mis recuerdos, no soy sólo lo que hicieron de mi en la escuela, en el ejército; no soy sólo los libros que no leí, ni la gente a la que olvidé visitar, no soy sólo mis palabrotas, mis decepciones, mi inutilidad, mis malos chistes. No soy sólo eso. De piel para adentro soy también infinito. Dentro de mi estoy yo inventando el teléfono y la bombilla, descubriendo la penicilina, construyendo el Empire State o escribiendo una novela que pacificará el mundo. No importa que otros lo hayan hecho antes que yo, no importa que estas cosas ya hayan sido inventadas o descubiertas: de piel para dentro yo las tengo por recorrer, de piel para dentro estas cosas son posibilidades MÍAS, partes de mí que desconozco.
Más allá de mi piel el mundo me está esperando.
Por dentro de mi piel yo me estoy esperando.

A esta hora la niebla se extiende como una membrana que agrisa e iguala los rostros. Y fuera y dentro del autobús hay en el aire como una complicidad entre los que ya se han levantado y los que todavía están levantados. Ahora no importa lo que nos diferencia a los unos de los otros, nos zarandea el mismo frenazo, el guiño majestuoso de los semáforos en medio de la oscuridad descafeinada nos deja una expresión compartida, el mismo aire de estupidez violenta. Y parecemos fotocopias de un mismo rostro abotargado.
Con el aliento cuajado a nuestro alrededor, el único afán visible es el de abrazarnos a nuestros abrigos desde dentro, aferrarnos a este sustituto ficticio y momentáneo de la ternura, del calor que sólo conocemos por las películas de los cincuenta. Nada puede despertarnos.
Yo, por mi parte, voy hundiéndome poco a poco en la congoja de que todos somos juguetes de este frío, meros objetos grises que hemos aplazado la vida y que, como si fuera un tránsito, nos dedicamos a pasear –sólo pasear- por nuestros trabajos, por el amor, por los sitios donde casualmente nacemos, vivimos y morimos, por la gente con la que intercambiaremos palabras y gestos, por las personas con las que decidimos –así, con el dedo- que vamos a compartir la vida. Y todas estas cosas son trajes que nos vamos poniendo despreocupadamente, porque vemos que la gente se los pone, porque los tenemos a mano. No damos un paso, no buscamos nuestro traje, no pensamos en la posibilidad de que en algún rincón de este inmenso armario haya una vida hecha a medida para cada uno de nosotros.

Me despierto un poco y sonrío –no sé si amargamente- recordando a Yoakum, un simple viejo, inmenso como un planeta, dibujando desde pequeño los patrones, las medidas de su propio traje... ¿Qué tipo de luz tiene dentro la gente así? ¿Cómo se las ingenia alguien que nace en una reserva india de Arizona, que estuvo apenas seis meses en el colegio, para hacer lo correcto? ¿Qué voz le incita a moverse, a elegir los ingredientes de su propia vida?

Las preguntas se me aflojan y los ojos se me nublan.
Se me aprietan entre sí las vértebras.
Se me abaten los brazos. Caen los objetos, la barbilla, el aliento. Los gestos se me van perdiendo en un torpor lento, en una respiración casi estudiada. Y sueño.

Sueño con un hombre al que no conoceré. Un hombre que anda y ríe, grande, dueño del sol, sentado en una montaña inexplorada. Un hombre grande que con quince años camina tirirí, tirirí y de pronto chas: dos saltimbanquis hacen una pirueta mortal ante sus ojos. La hacen mortal y bella, fácil y sonriendo.
Hay dos payasos que discuten, que gritan que sí y que gritan que no. El hombre grande está riendo en mi sueño. Ríe sus voces chillonas, sus gestos desmesurados. Arrastran estrepitosamente los zapatones azules, rojos, verdes y de cuadritos en añil. Se disparan las lágrimas, se maquillan la cara con tarta. El hombre grande celebra la broma escandalosa mientras una mano enguantada se crispa: un payaso que dice ¡uh! se burla del payaso que dice ¡ah! El payaso que dice ¡uh! esquiva la mano enguantada del payaso que dice ¡ah! Vuelve a decir ¡ah! mientras esconde con rapidez la mano: miles de personas se ríen mientras el hombre grande asume el dolor de una bofetada que le correspondía a otro.
El suelo de mi sueño es de serrín y tierra, huele a caballo y elefante. El hombre grande, atraído por unos brillos siniestros, asiste impávido al espectáculo atroz de una señorita que tiembla y sonríe amablemente. Chac encima del brazo, chac al lado de la cara, chac le roza una pierna, y chac chac chac le contornean el cuerpo con pequeños besos fríos, agudos, hirientes. Chac chac todos aplauden al lanzador de cuchillos. Sublime espectáculo del que siembra el terror a distancia, limpiamente, con elegancia.
Mi sueño se llena de nubes, de gases multicolores. Se ablanda el suelo y creo oír mi nombre en boca de voces distorsionadas... ¿dónde están? ¿dónde están? ¿Quiénes son? ¿El domador de gran bigote engomado? No. ¿El enano comefuegos de piel de leopardo? No. ¿Dónde? ¿Dónde está el propietario de esas voces malignas? ¿Es el elefante vestido de plumas rosa? No. ¿Es la foca equilibrista? No. Ni el caballo de cascos de plata y crines de fuego helado... Allá a lo lejos descubro la silueta borrosa del hombre grande, perdiéndose en un cielo ceniza... Unos metros a mi espalda resuena nítida esa voz aguda, la risa histérica. Hay un chimpancé siniestro vestido de bailarina; me mira con los brazos peludos en alto: MI NOMBRE ESTÁ ENTRE SUS DIENTES.
Sus ojos son pequeños como la punta de un clavo. Sus manos negras vienen de asesinar al sol, de barrer constelaciones enteras, y uno de sus dedos me está señalando. El hombre grande está lejos, no oye mis súplicas, no ve mi peligro. La voz está cerca. Quiero... quiero... quiero correr... mis piernas, pesadas... el suelo blando... me hundo, la tierra es de flan, mis piernas de piedra... la voz, la voz... Dios... muy cerca... no puedo andar... qué larga... qué larga es esta noche... está cerca... sí... siento el roce de su tutú... me matará... sus manos, muy cerca... sus manos negras... que me alcanzan... Dios, su aliento en la nuca... aquí, ya... moriré en el sueño de otro... su mano húmeda en mi hombro... ya está... ya está...

Un hombre de sonrisa babosa y amable me ha despertado: se me ha caído el mechero, la pajarita, los pañuelos, el bonobús. Le doy las gracias empapado en sudor. Tiene las arrugas de las sábanas marcadas en la cara.
Detrás de él, fugazmente, más allá de la oscuridad triste de la madrugada de un día laborable, más allá del anhelo de un abrazo limpio, se me va disipando la imagen mítica de Yoakum en sus quince años. Él había abandonado su casa para salir al mundo con la cara pintada, él había bailado en las calles escudado en un cuerpo de funambulistas y domadores, había aprendido el habla de los magos y los comefuegos, la frescura de las bailarinas, la ternura del contorsionista, la fiereza del hombre-bala.
Fuera, el brillo absurdo de lo familiar está tiñendo las calles. Ya no me resultan extraños los abrigos sucios de los vagabundos, ni los pasitos cortos de los carniceros haciendo footing, ni los gruñidos entrañables de los perros rabiosos, ni los ojos alucinados de los jovencitos trasnochadores, ni los eternos montones de basura que se van erosionando con el paso del viento y los indigentes... Ya puedo respirar tranquilo en estas calles sin secretos, sin muertes de desconocidos... Mi barrio.

Algunos días me he preguntado si será posible injertarse en el cerebro de otro. Eso sí sería estar en el pellejo de alguien: así sabría explicarme algunos mecanismos de la cabeza de Yoakum.
Nunca encontró algo que le hiciese mirar atrás.
Yo he visto a gente sollozar por sus pañales mientras repasan los beneficios de su rent-a-car. Yo he visto a gente insatisfecha en sus áticos informatizados, en sus zapatos de piel. Gente que echa de menos las discusiones por una rodaja de salami, las fiestas de cumpleaños sin dulces ni globos ni regalos. Yo os encuentro a más de cien pequeños y medianos empresarios que cambian un jacuzzi por un cubo de agua, una chimenea por una pelea en la calle, un coche por un tirachinas, unas acciones en alza por un poema escolar. Todos estos seres extraños que yo he visto, suspiran simplemente por el sitio en que nacieron. Un día se alejaron de la escuela, del primer beso, y se establecieron en sus vidas cómodas, en sus negocios prósperos, en sus amores convenientes y sus amistades lógicas.
Yo he visto a esa gente con una desazón en los labios, con un animal escupiéndoles ácido en la boca del estómago. Yo he visto a esa gente apretando los codos a las costillas, las manos al esternón, porque una noche en el centro del desvelo descubren cuánto añoran los árboles donde grabaron por primera vez su nombre, las tiendas donde robaron el primer chicle. Un día deciden que no quieren alejarse más, que han llegado a la máxima tensión de la cuerda que los ata a sus montañas.
Injertarse, si fuera posible, en la cabeza de Yoakum para saber por qué nunca miró atrás.
Ninguna cuerda tiró de él después de trabajar en tres circos y haber recorrido todo el oeste del país. Una tarde bajó del caballo, limpió las pinturas de su cara y empezó a descolorerse, a hacerse traslúcido, a disolverse en el aire a la vista de todos.
Nadie lo echó de menos.
Nadie necesitó de su consejo.
Nadie tenía en él su refugio.
No hubo curiosidad por su destino.
Dicen que apareció aquí una tarde de invierno, la sonrisa amplia, los ojos chispeantes como nidos de pájaros, el andar cansado y el cuerpo tambaleándose como un roble en el centro de un huracán. Regresaba de varias vueltas al mundo. Se había enrolado en la marina mercante, en un barco atestado de marinos sin patria como él.
Dicen que contó historias que no cabían en la imaginación. Había visto pájaros que hablaban en varios idiomas, peces de oro que salían a tierra a esconderse entre las raíces de los árboles, había olido manjares que confundían el juicio de los hombres, flores cuyo aroma era el olvido, había saboreado la dulzura de la muerte en los cuerpos de compañeros abatidos por el hambre y la insolación, acostumbró sus oídos a disfrutar el canto de las sirenas sin doblar el timón hacia las escolleras, sin rasgar el velamen ni enloquecer de placer. En los días en que caía abatido por la tristeza, el desaliento, la soledad extrema que le hacía sentirse como un islote por descubrir, enjugó sus lágrimas en mujeres extrañas, y al tacto de su piel y de su abrazo los sentidos se le adormecían y el tiempo era un cachivache inútil, y no importaban el hambre, ni la muerte, ni el abandono, ni el lecho de espinos en que se convierte la vida de un hombre que no sabe mirar para atrás.
Había aprendido una sonrisa nueva. Estaba hecha del sonreír de todos los países y de todos los sentimientos del mundo. Su sonrisa amplia y majestuosa la había visto en los rostros de la miseria del hombre al que sólo le queda la sonrisa, en la suficiencia de los poderosos de las ciudades costeñas de hierro y hormigón, en la voluptuosidad de la sonrisa de los caníbales (que brilla en la espesura), en el último resquicio de pudor que es la sonrisa de los infames, en la frescura de la sonrisa de los ignorantes, en la sonrisa obscena de los líderes religiosos, en la sonrisa embriagada de las mujeres tiernas y maltratadas de los puertos.
Del ritmo de su respiración colosal salía la descripción de paisajes que las religiones hubieran prometido como paraíso.
Yoakum había dejado de andar, y la Tierra pareció girar un poco más lenta. Dicen que aquella tarde de invierno cayeron de su espalda costras de sal de los siete mares, ya nunca más se orientaría con las estrellas, ya nunca más despertaría cada día bajo un sol distinto. Había decidido detenerse aquí, que nosotros íbamos a ser los suyos.
Tenía sesenta y cinco años.
Después la gente empezó a confundir las cosas. Porque cuando, tras dos años de retiro apacible se puso a dibujar los parajes que había visitado en el curso de sus viajes, todos lo trataron como a un viejecito postrado que, preso de la nostalgia, rememora dibujando las felices hazañas de su juventud.
Yo mismo llegué a pensarlo así, y con esa misma idea accedería el reverendo Howie a hacerle el favor de colgar algunos de sus dibujos en la cafetería.

Un puñado de papelitos no justifican la fascinación que después he sentido por Joseph Yoakum. No entiendo de arte y me da igual: que revienten los pintores, los escritores. Nada hay de grande en que un tío sepa poner colores bonitos o palabras difíciles de entender. Nada. Todo se desató una tarde de zozobra en la que Yoakum necesitaba un confidente que le ayudara a desatarse nudos del estómago. La casualidad le llevó al bar, supongo.
Los camareros tenemos algo en común con las enfermeras de los ancianos y con los peluqueros: además del cumplimiento de lo exigible a nuestra profesión, funcionamos como máquinas expendedoras de consuelo, se espera de nosotros que escuchemos mudamente. El cliente tiene derecho a quejarse, a hacerse oír los lloros y las alegrías, las esperanzas y las decepciones; y somos un par de oídos, una cabeza que asiente comprensivamente detrás del café, de las tijeras y el peine, de las vendas y el yodo. Aquella tarde Yoakum me hizo partícipe de un pequeño desgarro.
-¿Sabes Bo? –me dijo, con los codos gigantes clavados en la barra y rodeando la taza caliente con las manos-. La gente se confunde. Todos piensan que lo único que hago con los dibujos es contar batallitas. Sí, eso. Creen que soy un viejo chocho y derrotado que gasta el tiempo haciendo garabatos –y tragaba saliva dificultosamente, como si fuera una bola de carne amarga-, y lo gracioso, sabes Bo, es que no me sabría explicar de otra manera. Sí, tú pensarás lo mismo que los otros, y no te culpo –daba un sorbo, mirándome con resignación-, nadie tiene la culpa, yo hago mis cosas como siempre las he hecho, sin pensar en lo que hay fuera de mí. Nunca he explicado nada, y ahora no tendría por qué quejarme, pero me jode que vean en mis dibujos un trabajito manual, una terapia para pensionistas –y sacó el tabaco del bolsillo derecho del abrigo, palpándose con la otra mano los demás, enderezando el cuerpo-. Tu jefe mismo, el reverendo... dame fuego, anda Bo... el reverendo Howie, lo único que hace es invertir para ganarse el cielo... –y daba amplias caladas con sus pulmones de ballena-, claro, me ve como un simple necesitado –el cigarrillo se perdía entre sus dedos gordotes y nerviosos-, le da exactamente igual lo que cuelgue, sólo importa que soy el prójimo, que soy un viejito que necesita unos dólares... y está todo equivocado, todo.
Se hundía poco a poco, se rascaba con rabia la barbilla lampiña.
-¿Qué está equivocado, Joseph? –pregunté sin fe, más que nada porque él esperaba la pregunta.
-¿Que qué está...? A ver, ¿qué contarías de mí a alguien que entrara ahora mismo por la puerta?
-Pues... no sé –dije torpemente-, no te conozco mucho, lo que nos has contado a veces... que trabajaste en el circo... que luego te enrolaste en un mercante, que has venido a retirarte a Chicago, al South Side... y bueno, que haces estos dibujitos acordándote de tus viajes, ¿no?
Joseph me miró tristemente.
-¿Ves? Acordándome de mis viajes, todos pensáis que soy un inútil, un derrotado...
Y le entró como una prisa, como si le diera vergüenza soltarme la clave de nuestra confusión... Me dijo, ya levantándose del taburete, pagando su café y mirando al suelo, que cuando se ponía a dibujar, era un verdadero viaje lo que hacía. No estaba recordando. No quería enseñar a los demás lo que había vivido en su juventud: lo estaba volviendo a vivir para sí mismo. Había desarrollado la facultad de sentir, aquí, en Chicago y después de los años, la serenidad del Adriático, la calidez de las lluvias monzónicas, el azote de la malaria en los poblados de Sumatra, todo ello sentado en su casa con un puñado de lápices. Hablaba de la identificación de ciertos trazos, de ciertos colores con la risa abierta de los niños indios, con el sabor de la carne salada en el delta del Mekong, con la sed padecida en las travesías del Pacífico Sur. Dibujando sentía la grandiosidad de los témpanos del Labrador, la humildad de los islotes griegos. Decía que cada noche le venían los olores a salitre, el miedo a los piratas, a los arrecifes, a la sífilis. Y lo que por encima de todo veía en sus dibujos era la seguridad de saberse el mismo de antes, el que aprendió a vivir con acróbatas, magos y payasos, el que vivía según sus apetencias, el que dibujaba su propio horizonte. Dibujando, su corazón y su cabeza seguían creciendo, tenían la misma mirada asombrada, inocente y sin límites: porque iban caminando a su propio ritmo, sin entrar en angosturas ni en prejuicios. Porque iban por delante de lo que la vida de los demás les había preparado.
Dijo sus últimas frases con amargura: sabía que su suerte no era comunicable, que los demás siempre verían dibujos, sólo dibujos. Se abrochó los botones del abrigo y salió arrastrando los pies, sin mirarme.

Aquella noche, que era de semana par, me demoré un poco al fregar el suelo y ordenar las mesas. La conversación con Yoakum me dejó, no sé, una ansiedad... como una sed... Miré sus dibujos con ojos nuevos, con una atención contenida. Agarrado a la escoba me iba poniendo muy cerca del lago Kissimmee, del monte Sadlerock, del Cloubelle Jamaca, del volcán Mauna Kea, de la montaña Makkah, de la cordillera Yavlonvy, del monte Atzmon, del Phu-Las –Leng... Allí, allí debía estar escondida la grandeza de Joseph Yoakum. En sus paisajes debía respirarse la humedad de los monzones, la serenidad de los grandes lagos, el aroma a furia contenida de los volcanes durmientes, la embriagadora exuberancia de la floresta tropical. En cada uno de sus trazos debía adivinarse la determinación de seguir eligiendo sus pasos...
Por supuesto sólo olí la mezcla hedionda que tiene mi ropa al final del día, no oí la lluvia fina sobre un lago en calma, no sentí ninguna calidez que no fuera la de los calefactores que empezaban a apagarse... Sólo vi dibujos, dibujos y más dibujos. Simples dibujos.
Supongo que Yoakum, como todos los pintores y escritores, se me escapó por entre los dedos. Pero si no vi su mensaje de artista, por mi falta de interés o por mi incapacidad para leerlo, sí escuché su palabra de hombre. Me comunicó la certeza secreta de que mi vida podría ser mejor. Y no sólo la mía, que a fin de cuentas es una vida de camarero: también la vida de los que nacieron en una vida cómoda y reluciente, la vida de los que se dedican a dar bonitos paseos por el parque, la de los que sienten que están en el lado correcto, la de los economistas, los abogados, los intelectuales, la vida de los coleccionistas de arte, la de los héroes retirados, la de los líderes, la de los amantes afortunados, la de los solitarios que trabajan por cuenta propia y la de los felices padres de familia que salen en los anuncios de coches.
Todas, todas las vidas podrían ser mejores.

Me ha despertado el dispositivo neumático de la puerta. He bajado atolondradamente la escalerilla, ya sólo me queda dar unos treinta pasos, sorteando socavones y cubos de basura, subir apenas cinco escalones y entrar a casa. Sólo me falta eso para entrar en el abrazo tibio de una manta y dormir hasta el mediodía. Fácil. Pero he metido las manos en los bolsillos, he dado una patada a una piedrecita y he mirado al cielo. Allí, en el manto opaco que cubre el mundo, sólo veo de vez en cuando el humo delineado de los aviones a reacción. Nunca veo las estrellas. Los camareros nunca las vemos, tenemos que conformarnos con lo que otras personas más afortunadas quieran contarnos en la barra del bar. Así pasa con muchas cosas, no podemos vivirlas directamente. Y no me quejo de esto, porque de la misma forma que perdemos la vivencia directa de muchas cosas, también estamos más tiempo en contacto con las palabras que las describen, con la gente que las sufre o disfruta.
Yo sé, y lo sé serenamente, que no puedo ser Yoakum. Sé que en mi vida sólo puedo disfrutar de una parte mínima, el resto son circunstancias que me vienen por añadidura, y esos lastres me han dejado este poso de desgana, sí, pero también me han hecho más fuerte. Muchos contempladores de estrellas no saben –porque ya las encuentran fácilmente- que puede haber toda una galaxia en un suelo recién fregado. Los amantes más colosales no saben ver el amor que contiene el gesto de poner a un desconocido una taza de café caliente. Nada saben los congresistas, los senadores, de la paciencia infinita, de la tolerancia extrema que hace posible que los altos, los feos, los rubios, los albañiles, los jorobados, los guapos, los ricos, los desocupados, los enanos, los morenos... que todo el mundo tenga un trocito de barra para aplacar sus disgustos, destapar sus alegrías y digerir su indiferencia.
Los novelistas no-americanos son unos agitadores. NO EXISTEN LOS PLANETAS DONDE NACEREMOS POR SEGUNDA VEZ. No podemos depositar nuestras esperanzas en otra vida distinta a la que tenemos. Con nuestras virtudes y limitaciones debemos hacernos un mundo habitable, y si no lo hacemos, perdemos la única oportunidad.
Yo no puedo y no quiero ser Yoakum. A lo mejor esa es otra de sus enseñanzas.

Ya es casi de día, y voy subiendo los escalones, buscando las llaves de casa. Me encontraré el vídeo, la nevera, los muebles muy limpios, la alfombra de gatitos y corazones, las figuritas, las copas que gané en el colegio, las fotos de la familia, la pecera, los cuadros de flores, las sillas, las mesas, mi primer dólar enmarcado, las cortinas corridas, las habitaciones con cierto olor-a-por-abrir. Me lo encontraré todo en su sitio, ordenado y limpio. Un fogón todavía caliente, la comida de mediodía recién tapada con un plato.
Si además encontrara a Edna en el baño, apresurada por culpa del despertador estropeado, y tuviese conmigo un minuto de cariño; si me la encontrase todavía en la cama, si me diera un abrazo tibio y adormilado y dijera “hoy entro un poco más tarde”, o mejor “hoy no trabajo”; si por lo menos, al entrar en la habitación vacía me encontrase con su bata tirada por ahí, con su perfume flotando en el aire encerrado; si al meterme en la cama tuviera la suerte de sentir que cierta parte de las sábanas conserva el calor de ella; si al menos yo pudiese captar de alguna manera que ella ha sentido esta mañana cierta cosquilla al pensar en mí, y que esa cosquilla aún le dura la primera hora de trabajo... Si pasara alguna de esas cosas, mañana, al servirle el café a Yoakum, él vería en mi cara que vivo en un mundo perfecto, que dispongo de toda la felicidad que puede caber en un camarero.





“Fregadero Norte” es un cuento escondido entre las notas de “Cuaderno de la Buena Sombra”. Publicado por Ediciones Virtual. Granada. 1996.

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