1 de agosto de 2015

ENTENDIMIENTO

Un amigo ha colgado en su muro "Instrucciones para amar", de Cortázar.

El texto me ha noqueado dos veces, claro, la primera en la biblioteca y la segunda aquí. Algunos textos, de alguna gente especialmente acertada en la traducción de los debates que suceden en la oscuridad de las entrañas (las suyas propias, las de la gente), inspirados en la tarea de convertir en palabras esas cosas que pasan por dentro de una, de uno (cosas que, por otra parte, raramente se originan como palabras), esa gente, con su texto que nace ronroneo incomprensible en puntos ilocalizados del aparato digestivo y deviene palabra hermosa, esa gente, con ese texto, digo, suelen conseguir en mí dos cosas.

La primera, al leer, me pone ante los ojos la certeza de que el alrededor del texto, el que escribe, y el que lee, están hechos de ingredientes que coinciden, que aunque no estén compartidos desde un primer momento, sí que son perfectamente sumables, y tienen potencialidad para conformar un todo, como mínimo útil para las tres partes, desnudando, de paso y a mi entender, uno de los más bellos alicientes de las artes: la posibilidad de construir un entendimiento en común, basándonos en la reciprocidad. En dicha relación, las habilidades del artista, la obra resultante en sí, estarían puestas al servicio del encuentro, serían meras herramientas que lo posibilitarían. Sí, suena a abono para la decepción, pero esta posibilidad es una verdad como un templo. Y todo se nos acerca cuando lo contemplamos como posibilidad.

La segunda cosa que me viene con esta lectura (y creo que también puede ser aplicable a los demás lectores), es la sensación descolocante de que sí, podemos tener ingredientes compartidos (muy bonito todo), pero los del lector, al menos los de un lector como yo, eventualmente maldormido, nulo desayuno, la cabeza como un bombo, el corazón desbocado, los ingredientes del lector, digo, antes de encontrarse con el texto y sus alrededores, esos ingredientes estaban, pero no estaban removidos. Y no suena muy correcto que proyecte sobre el resto de lectores las sensaciones que se me agarran a mi: que antes de encontrarnos con los alrededores de esos textos que primero nos ronronean y después nos estupefactan, antes de eso, somos como vasos de gazpacho olvidados en un ángulo de penumbra, formas extrañamente transparentes con la dignidad a la altura de las rodillas. Si en ese momento previo al encuentro con el texto, alguien nos preguntara tú quién eres, tú de qué estás hecho, pues sin querer les engañaríamos con una respuesta imprecisa de aguachirri aceitado vagamente picante, con recuerdo a limón, y remotas sensaciones de verdura fresca triturada.

Lo que ocurre cuando nos encontramos los lectores con uno de esos textos, es que nos sentimos como más acompañados, no sé, como que el mundo es más cálido. En realidad, es que al removernos, el texto nos vuelve a actualizar nuestras esencias. Esa sensación de redondez, de completitud cuando leemos un texto que nos llena, que nos encuentra, cuando ese texto nos deja un sabor bueno en el alma, algo que nos pide contarlo a alguien, compartirlo, y besar a los niños hasta que se cansan, ese sabor no son sólo el sabor y el alimento que pone el texto. Lo sentimos redondo y completo porque el texto, al removernos, ha añadido al todo el sabor completo de nuestra persona, el aroma de lo que realmente somos.

Inconscientemente nos reconocemos en los alrededores de esas letras.

Y el texto que ha colgado mi amigo, me ha sobrepasado dos veces, una en la biblioteca, otra aquí, y he copiado a mano en mi libreta "Instrucciones para amar", de Cortázar. A veces, como lector, uno se siente tan en deuda, verdad? Yo lo he copiado y me he quedado igual que antes: ansioso, maldormido, la cabeza como un bombo, el corazón desbocado. En fin, que después de leer una y otra vez, y acabar todas esas veces mirando al más allá, me he quedado pensando, también, que si he planteado la ilusión de que escribir y leer sean un acto de construcción recíproca, después de leer el texto de Cortázar, qué menos que intentar colaborar en la construcción de lo que no sé, poniendo con mi texto una manita de algo, al menos, no?

En el amor, el texto hace al escritor, y el lector, sólo con su atención, ya hace al texto noble, útil y hermoso.

Y no hay jerarquías en el amor. El que escribe, el escrito y sus lectores, estamos sentados alrededor de una misma mesa, porque lo único que verdaderamente importa, tenemos que construirlo entre todos.


 
1_8_2015

Gràcia_Barcelona.

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